viernes, 1 de mayo de 2009

I. CAPÍTULO.


Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, san pedrano pellón de sedosa cabellera negra y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a casa. Reconocímosle.Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando: -¡Roberto! ¡Roberto! Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábase en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa enpolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín: -¿Y la higuerilla? -dijo. Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos: -¡Bajo la higuerilla estás!... El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebozante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosas, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibimos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo: -Para mamá... para Rosa... para Jesús... para Héctor... -¿Y para papá -le interrogamos, cuando terminó: -Nada... -¿Cómo nada para papá?... Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo: -¡El Carmelo! A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente: -¡Cocorocóoooo!... -Para papá! -dijo mi hermano. Así entro en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.

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